Hace unos mil cuatrocientos años, los Omeyas, verdaderos fundadores del Imperio musulmán, persiguieron con saña a los partidarios de Ali, que se habían dado a sí mismos el tratamiento de chiíes. Aquella persecución consolidó a los Omeyas, sunníes, como los amos del Califato y de medio mundo conocido.
Los chiíes, perseguidos y diezmados, se fragmentaron y se refugiaron en los bordes del territorio controlado por los sunníes y más allá. Durante siglos guardaron en su pecho la conciencia de su martirio y de la injusticia que se había cometido con ellos, no tanto por diferencias teológicas o dogmáticas, sino por defender que quien había de regirlos debía ser un descendiente del Profeta Mahoma. Con ello cometían un legítimo error introduciendo de nuevo la cuestión de la consanguinidad que, por otra parte, los sunníes también cometieron, al constituir una dinastía.
De este modo, tanto unos como otros se apartaron del espíritu profundo de la predicación de su profeta, quien había luchado por desterrar los lazos de sangre como vínculo y base del poder entre los árabes.
La historia de casi quince siglos ha mantenido marginados a los chiíes, quienes sólo consiguieron asociarse al poder con la proclamación de la República islámica de Irán, de la mano del imam Jomeini, en los años ochenta del siglo XX. Otros chiíes, pertenecientes a una de las mil ramas en que se disgregaron, consiguieron hacerse con el poder en Siria bajo el férreo control de la familia al-Asad, en ese mismo siglo recién pasado.
No obstante, la mayoría sunní, encabezada por Arabia Saudí, custodia de los santos lugares del Islam, así como otros grupos y países del entorno se constituyeron en los guardianes de la ortodoxia sunní y no supieron establecer lazos de cooperación o de convivencia con los chiíes, alimentando con su posición el odio de sus contrarios. Estos, por tanto y a pesar de sus logros políticos, siguieron guardando un sordo rencor en lo profundo de sus almas, sintiéndose enemigos y no cercanos en la fe. Alimentados los odios mutuamente y mezclados con otros intereses de orden material –los intereses de carácter político tampoco tienen nada de espiritual- han mantenido en el último medio siglo luchas declaradas y no declaradas, con el resultado de muertes, desplazamientos y sufrimientos generalizados.
La injerencia extranjera, so capa de apoyo a la democracia, tampoco ha conseguido establecer un marco para el entendimiento y, si antes favorecía a los sunníes, ahora parece apoyar a los chiíes. Tal vez sería mejor decir que incita a unos contra otros aprovechando los viejos odios.
El resultado del afán de revancha es, como se puede comprobar en las noticias diarias, más muertos, desplazados y dolor generalizado y un nulo interés por reponer la justicia. Con lo que en lo colectivo la venganza se demuestra como un acicate para la destrucción y sus resultados no son sino sangre, muerte y desesperanza.
Si esto ocurre en relación con colectivos, lo mismo sucede en el terreno individual. Quien alberga en su corazón un rencor tan profundo que su único interés es el de la venganza, se aboca a desastres mayores que los agravios que ha recibido y que pretende le sean compensados. En uno y otro caso, sea una venganza personal o una colectiva, lo único que se puede esperar como resultado es la desolación más absoluta.
La sangre derramada, la utilización de los demás, pues no hay venganza que no utilice a alguien como instrumento, son culpas que se arrastran de por vida y que incluso pueden heredar las generaciones siguientes, estableciendo espirales de violencia que no tienen fin.
El mejor de los instrumentos del diablo para deshacer a la humanidad, tanto en grupo como individualmente, es sembrar la idea de venganza en el corazón de la gente. Así es como el mal crece, se afianza y logra su propósito. Quien se deja llevar por el espíritu de venganza, lleva a un diablo en las entrañas.