Mi barrio es un espacio bien delimitado entre dos zonas de expansión de la ciudad. Dicho de otro modo; es una especie de remanso de calles estrechas y sombreadas, de edificios de poca altura, que se enmarca entre dos grandes avenidas con mucho tráfico y construcciones de gran altura y aire muy contemporáneo.
Eso significa que quienes viven en mi barrio llevan allí más de cuarenta años, como media, se conocen perfectamente y han sido testigos unos y otros de las vidas de sus vecinos. Podría decirse que simplemente se reconocen entre sí por el aire que desplazan al moverse. Pero, y ahí está la paradoja, no les es tan fácil reconocerse, desde que vamos todos enmascarados.
Desde que todos llevamos la mascarilla, me cruzo con gente que me mira a los ojos de manera insistente y, al más leve gesto mío, me saluda, aunque soy consciente de que no nos conocemos. Posiblemente, después de años y años de saludarse y de preguntarse por la familia y los acontecimientos menudos de la vida de cada cual, este enmascaramiento que les impide reconocerse al primer vistazo, les obliga a mirar con detenimiento quién tienen delante o con quién se están cruzando, no vaya a ser que, después de años de relación de vecindad ahora se cree una rencilla inesperada e indeseada por una simple mascarilla.
En cuanto alguien me mira fijamente a los ojos, he decidido saludar, no por engañar, sino por agradecer que me miren a los ojos, cuando antes, como no me conocían, ni siquiera me miraban a la cara.
Con este asunto del distanciamiento social y el no tocarse, se está dando otro fenómeno; no sabemos cómo saludarnos, sobre todo los que nos conocemos desde hace algún tiempo. Ya he hablado en otro sitio de los besos y los abrazos que, de momento, han de quedar postpuestos. Pero, como somos de tocar, la gente no se resigna a quedarse a distancia y no hacer una señal de que nos quieren abrazar o al menos establecer algún tipo de contacto. Empiezan, pues a practicarse dos tipos de saludo, a cada cual más inconveniente desde mi modesta opinión.
El primero de los gestos supone tocarse los pies. Es decir, levantar un pie y con él tocar el pie del saludado, quien a su vez también permanece con un solo pie apoyado en el suelo, en una especie de paso de danza poco airoso. Considero que estéticamente es un gesto feo, pero además me parece peligroso. Las personas mayores no estamos para ir haciendo equilibrios por ahí ni para quedarnos con un pie en el aire como las grullas. Cuanto mejor tengamos los pies, los dos, apoyados en el suelo, mejor para evitar accidentes.
El otro gesto es tocar con el codo propio, el codo del saludado. Es decir, darse un codazo. Este gesto era habitual cuando, en silencio, queríamos señalar sin decir palabra los defectos o la presencia poco grata o escandalosa de alguien que no era precisamente amigo nuestro. También servía para advertir a quien nos acompañaba de que con sus palabras o actitud estaba metiendo la pata en un momento dado. Me cuesta trabajo reconvertirlo en un gesto cordial de acogida, cuando en realidad significaba todo lo contrario; más bien rechazo.
En España hubo ocho siglos de presencia musulmana. Como se sabe, aunque de manera lejana, esos musulmanes, que procedían de oriente medio, eran en su origen árabes y uno de los gestos habituales de saludo en el mundo árabe, además de darse la mano o besarse, es el de llevarse la mano al pecho, a la altura del corazón, al tiempo que se inclina la cabeza en señal de respeto.
Mi propuesta es pues que hagamos ese gesto para saludarnos unos a otros: Llevemos nuestra mano al corazón e inclinemos la cabeza en lugar de hacer extraños y poco elegantes pasos de baile o codazos equívocos.
De este modo nuestro saludo será más cortés, al tiempo que recuperamos un hábito que fue común entre las tradiciones de nuestra tierra.